Ya no quería agarrar la vida como antaño, los días pasaban como las hojas de un libro que ya había leído y que volvía a ojear esperando que algún párrafo hubiera cambiado, con la esperanza que alguien en la oscuridad de la noche, hubiera borrado pasajes de su vida que deseaba no haber vivido y le dijera que hacer a partir de mañana para no tener que pensar por si mismo, para seguir con su rutina, olvidar el futuro, borrar el pasado y pasear por la vida como un fantasma, sin ser visto, sin ser juzgado, sin ser, sin nada. El autómata en que se había convertido regía su vida y él estaba satisfecho así, sin que su conciencia volviera a hablarle; sus largas conversaciones consigo mismo hacía tiempo que no se repetían, su compañero de viaje durante tantos años le había abandonado, seguramente por aburrimiento, huyendo de aquella tortura. Y en ese monótono gris transcurrían los días, sin dejar que nada nuevo entrara en su habitación oscura donde revelaba sus sueños en los que sí era libre y volaba por cielos azules y saciaba su sed en aguas turquesas, donde los ríos de ira se tornaban en cascadas de luz y sentía que estaba vivo… Tan solo eran sueños que su instinto de conservación se resistía a dejar que dominaran su inconsciente, como en un último intento de mantener su cordura, aunque en ocasiones se sentía tentado a dejarse invadir por aquella bendita droga que le proporcionaba pequeños bocados de realidad alternativa, como si sus fantasías pudiesen algún día tornarse en efímeros momentos de vida, instantes de locura que sabía que abrirían una puerta que no podría cerrar, un camino sin retorno del que nunca volvió, agarrado a su mundo de plastilina cincelado a golpes de realidad donde ahora es feliz, donde cada día tiene un nuevo color y no sabe quien será mañana… Y aunque me pese, he de confesar que le envidio.
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